Antoni Miró: arte, libertad y compromiso
Joan Llinares
Si bien es un hecho que el arte se ha manifestado a lo largo de la Historia como la lucha disciplinada o anárquica de la libertad de creación contra todo tipo de dogma, tradición o tutela opuesta a la voluntad transformadora del conocimiento, también es cierto que en determinados momentos ha habido muchos que han sucumbido a la presión del poder y a sus tentaciones, de tal forma que los caminos de la historia también han acabado empedrados de multitud de servidumbres y sumisiones. Cultura y Poder no han encajado nunca bien como tampoco ha cuadrado cambio e inmutabilidad por muchos discursos que nos hagan sobre el retórico diálogo entre la tradición y la modernidad. Para obviar y frenar este ímpetu ha sido necesario, en determinados momentos, engendrar una tropa de impostores que banalizando la cultura y su potencial transformador propiciaran la falsa sensación de un Poder bien acompañado y que el pensamiento y el conocimiento vivían a gusto girando autosatisfechos dentro de los engranajes del establishment. Algunos fieles a las inquietudes artísticas e intelectuales se resistieron y no se lo pusieron fácil.
El País Valenciano puede ser que sea uno de los mejores ejemplos contemporáneos de manipulación del hecho cultural y artístico mediante una vasta operación de integración en la “oficialidad” de un buen número de creadores, y aquellos y aquellas que no han aceptado este hecho no han tenido más remedio que irse hacia otras tierras o bien recluirse en un largo exilio interior. Cuando aparece esta cuestión, dos grandes personas me vienen siempre a la cabeza y los dos tienen en común su origen de alcoyanos: Ovidi, que tuvo que marcharse a Cataluña para poder hacer y vivir la música y el teatro; y Antoni Miró, que refugiado en su masía-museo de las tierras altas del Alcoià ha estado pintando, dibujando, esculpiendo, grabando… sin pararse nunca. Podríamos poner más ejemplos: Raimon y Joan Fuster; Estellés y Genovés, Boix e Isabel Clara Simó… u otros que se fueron y volvieron viviendo el doble exilio, experimentando las dos sensaciones. La miseria acumulada por cuatro décadas de dictadura junto a la timidez y falta de radicalidad democrática de las propuestas transformadoras posteriores están en el origen de la paupérrima vida política y cultural, causa y efecto del maltrato hacia los creadores e intelectuales insobornables.
No soy un especialista en arte y por lo tanto no vivo la extensa obra de Antoni Miró desde el punto de vista del experto que mira los cuadros o las esculturas como materia de estudio o de análisis estético. Sin embargo, delante de una obra, mantengo siempre uno de los principios esenciales que ha acompañado al arte desde sus orígenes: la capacidad de emocionar y la función social de potencial generadora de conocimiento que supone toda creación artística; su condición de testigo de la historia y su carácter transformador derivado de la innata capacidad para representar la realidad, de forma figurativa o conceptual, con grandes formatos o pequeñas piezas, da lo mismo, si se es capaz de introducir en el sujeto la curiosidad crítica sugiriendo propuestas creativas que sin renunciar a las formas, la belleza y la armonía estética invitan a la reflexión, semilla de todas las rebeldías, porque incitar a observar es pensar y pensar es despertar la fera ferotge ovidiana para asumir el choque inconformista contra el laissez faire, laissez passer que proclama el Poder y sus integrados en el magma de la impostura.
La pintura de Antoni Miró es poesía cuando acompaña a las estrofas de Martí i Pol; es danza cuando representa los sinuosos movimientos de la Picó o la fuerza y sentimientos de los torsos de los bronces de un Gades; es la sencillez de la vida recorrida por sus bicicletas; es el sugestivo erotismo de los cuerpos desnudos; es la música con sus autores: Ovidi, Raimon, Llach, Ventura, Maria del Mar…; es la naturaleza de la que venimos tan maltratada enfrentando las ramas pintadas de todos los colores con las excavadoras sobre el fondo azul de nuestro Mediterráneo; es los derechos y libertades perdidos en los sucesivos 25 de Abril y Felipes V representados sobre hierros, maderas o papeles; es la denuncia de todas las guerras con negras siluetas de soldados de cascos y bayoneta; es la pobreza agachada en las calles de nuestras ciudades que nadie quiere ver a pesar de que formen parte de un paisaje lacerante que otros pintan aséptico o neutral; o es la “solución final” para los más desdichados de la marginación en el país de la opulencia con series como la de las últimas cenas. Es la pintura en todas sus formas poliédricas, como la misma realidad.
A través de la obra de Antoni Miró también he encontrado la manera emocionante, visual y sugestiva de recorrer la historia del arte y sus creadores universales, desde los anónimos clásicos helénicos hasta Picasso con una mimesis renacentista de sello propio, acompañada de las series de los museos de todo el mundo pintadas desde dentro y desde fuera, pero con sus públicos y arquitecturas fusionadas con los contenidos.
Y de forma permanente, siempre, la obra hace un guiño a los hombres y mujeres que han materializado la cultura de un país entendido a la forma ausiasmarchiana, es decir, aquella de cuando nuestra lengua no conocía las fronteras borbónicas ni los símbolos estaban divididos por franjas. Arte y realidad en todas sus formas, formatos y sentimientos; emoción y compromiso con su pueblo; libertad de quien la cree y la practica… todo eso es lo que encuentro cada vez que tengo la oportunidad de contemplar la obra de Antoni Miró.