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A corte de nota preliminar (por decirlo de cualquier manera)

Vicent Aguilera Cerni

Pintar es un vicio, y no de los menos perversos. Perteneciente al género que incluye a los «mirones», el llamado arte de pintar se fragmenta en varias especialidades diversamente culpables. ¿Culpables de qué? ¿De mirar por el ojo de la cerradura, en actitud ridícula clandestina, el suave esplendor de una Venus colocada con un fingido descuido? ¿De copiar objetos para convertirlos en arqueología? ¿De inmovilizar monarcas y bufones, borrachos y labradores, amaneceres y atardeceres, mares y montañas, cosas, seres, situaciones y estructuras más o menos ordenadas? Todo esto es posible e imposible a la vuelta, incluso morderse la cola, el onanismo, la pornografía o la erudición. Las salidas son pocas. Con una glotonería de turistas que ha durado muchos siglos, se han saboreado, demasiado, libros y museos. Ya no quedan héroes, ni bagasses distinguidas, ni orejas cortadas como Van Gogh. El pasado ha dejado de ser necesariamente glorioso y le hemos perdido el respeto. La cultura artística se ha cansado, incluso, de fomentar la desazón.

Podría decirse que los degenerados de la perfección y la belleza acaban refocilándose con momias inertes, con personajes embalsamados que, ebrios de formol, desafían inútilmente los estragos del tiempo. Esa es la labor del historiador, en un mundo donde todos somos enterrador del pasado inexistente y cronistas de lo que ahora parece transcurrir hasta desvanecerse de modo fulminante. Como la historia no existe, debemos inventarla o, al menos, conjeturar-la. Y si el presente es una imposibilidad radical (os reto a intentar concebirlo), habrá que aceptar que no hay diferencia sustancial entre el pasado y el futuro: sencillamente, «no están».

Si fantaseamos sobre el ayer, se nos dice historiadores. Si ideamos el porvenir, ejercitamos la facultad de soñar. En ambos casos, los intentos de imaginar el tiempo -para darle una imagen- son la búsqueda de un rastro sin facciones que, penosamente, intentamos configurar a medida que las palabras van brotando del silencio.

Cuando estamos diciendo esto, pensamos en Antoni Miró y en el conjunto de recursos (personajes, tipologías, procedimientos, evocaciones, simultaneidades, concordancias o discordancias) que utiliza en la mayor parte de sus obras, con afán necesariamente lleno de significados. Le gustan las citas acopladas con diversa incongruencia. La historia es su ojo de la cerradura. Es un distinguido voyeur y maneja las tijeras con soltura, lo que le concede eficaces títulos de propiedad en las evoluciones de la «crónica de la realidad», lo que resulta bastante obvio. Así mismo, esta constatación nos parece insuficiente. Su historicismo, respondiendo a una poética de lo temporal, se ha metido en el obstáculo y el vértigo de una trascendencia intuitiva que le permite eludir cualquier responsabilidad. Es un viajero en el tiempo. La experiencia de lo que ya ha hecho no es para él la erudición sin sentido. Los almacenes monográficos pueden ser fragmentados con la destreza del carnicero o del sastre. Juega con ingredientes explosivos, que en nada esparcirán sus colgajos desmenuzados. ¿Por qué? Mujeres que ese divertimento, sin «hoy», sin "mañana", es un «big bang», el chasquido del que une el ayer y el mañana en un todo continuo о ilimitado, literalmente infinito, es decir, «eterno».

Consecuentemente, Antoni Miró, a base de ser un voyeur de la cultura artística, es también una especie de suicidio, como el terrorista al que le explota en las manos la bomba con la que soñaba subvertir el orden del mundo, la secuencia del antes y el después, los relojes, del pasado, del presente y del futuro. Pero el «hoy» -artefacto para la destrucción en vacío del que ya se ha convertido- define de manera imprevista -y sin escapatoria posible- el reinado de la utopía, de lo que, por definición, no está en ninguna parte.

Nunca perdonaré a este venturoso Antoni Miró la enredada en que me ha metido con la historicidad de sus obras. Así, lo más prudente sería emprender la más vergonzosa de las fugas. Aquí resta el lío. Y «sálvese quien pueda».

ESGUARDS D'ANTONI MIRÓ

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