El bevedor (El bebedor)
«El hombre no puede hacerse sin sufrimiento, pues es a la vez
el mármol y el escultor»
Alexis Carrel
En esta obra del artista Antoni Miró estamos ya ante un claro posicionamiento respecto de su trabajo creativo. Se trata, claro está, del abordaje que acordaremos en denominar: «realismo social.» Pero con seriedad. Un realismo social construido a base de verdad y franco reflejo de una realidad que, aunque incómoda, no deja de pertenecer al ámbito de la vida cotidiana. La obra, fechada en 1960, y cuya técnica es óleo sobre lienzo, tiene unas medidas de 82x60, y corresponde a la serie del autor llamada Ópera Prima. La serie dibuja, o enmarca, ya desde los orígenes de la pintura de Antoni Miró, todo un mundo de preocupaciones que afectan a su sensibilidad, modulando su discurso primero en la dirección que todos conocemos y disfrutamos continuamente. Nada, sin embargo, es casual. En la pintura del artista se marca a fuego, desde el origen, la firme voluntad de acudir a la expresión íntima de los que sufren, y de lo que debía significar, después, y sin saberlo, toda su trayectoria como pintor, y como hombre que pertenece a una causa (tantas causas) de conflicto, y a un mundo concreto que lo cobija y provoca a la vez. Parece ahora, después de sesenta años transcurridos, que la apuesta de Antoni Miró sólo era un resumen avanzando de lo que debería significar su labor. Parece ahora, después de tanto tiempo que ya ha pasado, que «El bebedor» era un tipo de anuncio inevitable, una cuestión de darse prisa en lo esencial, dejando de lado posiciones estéticas que, si valiosas, no afectaban al núcleo de la exigencia del pintor.
El bebedor. La problemática del alcohol elevada a categoría estética; a necesidad de depositar la mirada sobre un problema vigente en nuestra sociedad. Y que la cronología no ha mermado su presencia en los escenarios donde se cuece la vida. Y del alcohol a la soledad sólo hay un paso. Y ese bebedor permanece solo, muy solo, cruelmente solo y con la mirada perdida en un infinito sin motivo que lo justifique. Es la soledad inmensa, también, no obstante, el abandono y la consecuente falta de voluntad. La dejadez de dejarse ir: el lugar, seguramente, no importa.
En la escena que nos presenta el artista sólo hay tres elementos constituyentes. Y no se necesita ninguno más. Es suficiente para contarnos la historia que, por otra parte, todos conocemos y de la que todos hemos hablado en múltiples ocasiones. Es un suceso dentro de tantas historias que merman la luz de las farolas en las calles de la vida. Es la historia de las «cajas chinas» que, unas dentro de otras, confirman la vehemencia de la existencia, y nos dicen, las cajitas de madera, que en el fondo del fondo de las cosas, o de los sentimientos, siempre hay un núcleo, suficientemente profundo, para denunciar el dolor de la gente. O la miseria que, tal vez, impregna la realidad, a menos que la corteza del resistente suba la ductilidad de la esperanza. Si esta esperanza no se transforma, fatalmente, en un falso axioma. Así, el hombre joven (el bebedor), la mesa donde apoyar el brazo y la carga existencial, y finalmente el vaso de vino agarrado con cierta fuerza, conforman el eje que vertebra la escena. Pocos elementos, cierto, pero no echamos de menos ninguno. El peso narrativo reside en los hombros del personaje. Posiblemente ninguna palabra, por legítima que fuera, podría expresar mejor la desnudez de la imagen. El atrezzo es indiferente. La paleta del pintor ilumina, desde el proscenio de su mirada implicada, la estancia. Con la luz se acrecientan el instante y la pena. La comprensión y la vocación de referir todo lo que nunca debe quedar, por difícil que parezca, escondido en el desván adiestrado para el oscuro silencio. Y con el fondo que acoge la imagen, el pintor otorga profundidad a la escena, impulsándola a un primer plano de observación. El arte plástico tiene esas cosas: es importante, y mucho, el mensaje del cual se hace traslado, pero lo es también, muy importante, la particular forma que el artista tiene de presentar el objetivo de su investigación. Fondo y forma. Pues, esto es el arte. Y no otra cosa es. Y con todas sus consecuencias. Así, la luz, tan especial en este cuadro, precipita las formas, resaltando brazos, cara y cabello del personaje. Una luz que abraza la idea y la explica en el silencio del tugurio. Quizá un «bochinche” de mala muerte donde poder beber el vino barato de la desesperación, porque como puntualiza la escritora Ana María Matute: "... el dolor es más llamativo que la felicidad.» Antoni Miró no se cansa de mostrarlo, ni de contarlo, y de llevar a cabo la referencia exacta.
Y esta serie, Opera Prima, abarca una gran cantidad de obras que convergen en la misma voluntad de ofrecer visibilidad meridiana a los asuntos que, por turbios, han podido permanecer escondidos en los extremos inícuos de la pintura. En el artista Antoni Miró esto es verdaderamente imposible. Hurga en las entrañas (como una especie de oráculo), y también en el entramado social, para capturar la mirada que más convenga a los intereses del menester. Ya en origen carga su vista no con balas de fogueo, sino con materia compleja y bien exigente: la realidad, y sin la custodia de los acomodados. Abre de par en par los broches y deja que se filtre la claridad. Cuestión de procedimiento. Cuestión de elección. Cuestión de vida. Y reconocemos, entre otras tantas composiciones dentro de la serie Opera Prima: la subserie (Bojos), con obras como «Velles boges al manicomi» de 1967, «Boig i cadira de braços» de 1967, «Boig i puresa» de 1967, «Boig deforme» de 1967; también la subserie intitulada (La fam), tales como, «Fam i tristesa» de 1966, «Crit, dejuni forçós» de 1966; o esta otra serie (Biafra), con obras como «Biafra-4» de 1970; incluso la subserie llamada (L’home avui), con obras tan intensas como «A Che Guevara» de 1970. Otras obras que identifican claramente esta propuesta general de Ópera Prima: «Vietnam-I» de 1968, «Fàbriques» de 1964 o «Els maleïts» de 1968, argumentan con suficiencia acerca del quehacer industrioso que alcanza, desde entonces, la pintura de Antoni Miró. Y nada, absolutamente nada, acontece por casualidad.
Y qué podríamos decir de esta particular obra, “El bevedor”, relacionándola con la posición que el pintor Antoni Miró conforma a partir de su mirada privilegiada? Pues que asistimos a la identificación que resume la verdad de un silencio triste. Con expresión concentrada el protagonista de la historia, o del cuadro, habilita la visión de una instantánea en la vida de la gente, con una clara y bien determinada ausencia de la anécdota. Antoni Miró siente profunda empatía con el destino de la gente normal, trabajando incansablemente en busca de nuevos potenciales expresivos. Esta obra será, al menos así lo pensamos, una muestra iniciática del pensamiento pictórico de Antoni Miró. Todo amparado en su sensibilidad nada circunstancial, pero sí de carne viva y de emociones primordiales. El artista se enamora de las personas, y de la fragilidad del ser humano: «... la ciudad no es una jungla de hormigón, es un zoo humano», argumenta Desmond Morris, magnífico investigador sobre la conducta humana, y Antoni Miró siempre se decanta por la condición de humanidad, vertebrando un discurso pictórico coherente con estos principios fundamentales de su experiencia constructiva.
Esta obra, “El bevedor”, quizá sea un punto de partida, o el inicio de un proceso estético e intelectual: la representación de gente humilde y trabajadora, con la considerable afección de graves problemas, y dentro de acciones que podríamos llamar cotidianas, marcan no sólo un camino, también un estilo propio que lo hace tan distinto en este complejo mundo del arte, porque además: «il faut être de són temps», marca distintiva de los artistas que apostaron, desde antiguo, por el realismo social. Había, y hay también ahora, que ser hijo del tiempo que nos ha tocado en suerte vivir. Podríamos considerar una falta de decoro, «finezza», estético presentar esta cruda realidad de El bevedor? Pensamos que no. Y lo pensamos porque esta es una pintura contra el escapismo, y contra la anécdota burguesa y decorativa. Es la pintura que representa, y presenta, a un hombre solitario sumergido en la oscuridad del tugurio: «... un hombre sin defectos es un tonto, o un hipócrita del que debemos desconfiar», explica el ensayista francés Joseph Joubert. Y el Artista Antoni Miró confirma su querencia mediante la mirada adiestrada. Con tanto cuidado e intención como pinta.
Josep Sou