Antoni Miró. El arte de crear un mundo propio: imaginativo y reflexivo
Manuel Rodríguez Díaz
El espíritu humano, sabiendo muy bien que nunca captará lo infinito en plena claridad, y cansado de su errabunda búsqueda de lo indeterminado, anuda su nostalgia a imágenes en las que aparece un rayo que va más allá. Ese místico aparecer de nuestra más profunda emoción en imágenes, ese resurgir de los espíritus del mundo... ese anhelo de lo divino en la intuición, eso es lo propiamente romántico.
UHLAND
La obra de Antoni Miró se muestra plena de atractivos plásticos y humanos, rebosa magia, romanticismo, ironía..., rica en contenidos y de escenografía estimulante para la percepción estética. Es una obra en mayúsculas que maneja credos e iconografías con destreza y técnica brillante; superando fronteras establecidas y sugiriendo imágenes y escenas rescatadas de legados iconográficos con un significado acumulado que Miró desnuda y enfrenta al momento actual, aquí y ahora, descubriéndonos novedosas interpretaciones bajo signos y caligrafías pertenecientes a su singular universo artístico.
La creación artística es uno de los pocos medios que permite barajar conceptos mágicos y lógicos. Razón e imaginación forman un matrimonio ambiguo capaz de perfilar doctrinas de teóricas irrealidades que comulgan con escenas y momentos mimados por esencias palpables. La curiosidad, la contemplación, la investigación desafían los horizontes del reconocimiento, hilvanando postulados y situaciones novedosas que el acervo espiritual va haciendo suyas. Y es que el artista, tal vez, es en buena parte una especie de mago, un hacedor y plasmador de otras realidades. El artista rescata, crea, transforma, juega: es un prestidigitador del abanico de la realidad y sus híbridas circunstancias. Esa magia artística hecha de símbolos, cromatismos, reflexión, líneas, son pequeñas muestras, gestos menudos de la relación existente entre lo divino y el hombre, consecuentemente, entre lo divino y el artista.
Inquieto y mordaz cronista plástico de nuestro tiempo, Antoni Miró, es un auténtico agente activo del arte en su conjunto de formas, planteamientos y técnicas. Agente activo que manifiesta mediante su diversidad creativa todo un mundo donde se dan buena cita la ironía, la poesía y el análisis filosófico en dosis y procedimientos tan sorprendentes como notables.
Muchas son las normas y situaciones que han entrado en agitación en los últimos tiempos. Somos espectadores de platea de una rueda de mutaciones donde giran y se desgranan de forma vertiginosa concepciones que invocan sutilmente al abandono creativo, digamos que al «innato por naturaleza creativa» o como mínimo perturban lo preciso para tambalear posturas. Las crisis sociales, artísticas, políticas o de cualquier otra índole son siempre las supuestas abanderadas de transformaciones más importantes y vitales, esas que se hunden en la intimidad humana. Atravesamos un momento en que el artista se ve empujado o convidado hacia la uniformalización, el recreo de lo estéril o la reivindicación simple. En demasiadas ocasiones se intentan llenar huecos que suelen agrandar abismos y recrudecer excesivos puntos en común, todo demasiado generalizado y donde la frescura de trazo y las nuevas o recicladas propuestas pugnan por un ideario, un proyecto de interés que carece de sólidos sostenimientos.
La personificación de un sello propio e identificador cuenta hoy por hoy con una lista de protagonistas francamente escasa y preocupante. De ahí que cada artista de raza sea un raro espécimen tocado por los dioses y por el peligro de extinción.
El arte actual no es precisamente sagrado. De hecho tiene poco que ver con cualquier ritual que se precie, y ello no es precisamente positivo. Cuando la liturgia de un proceso se desvanece o mercantiliza en exceso surgen los demonios del mundo, se anula la creatividad y lo mágico es un reflejo más del barro. Sentirse atenazado por filosofías o mitologías frívolas acomodan, no invitan a transgredir el entorno, todo se convierte en leyenda ficticia.
Parece como si resurgiera entre nuestros contemporáneos una misteriosa morbosidad de obediencia hacia normas preestablecidas, algo así como lo que pueda hacer la anatomía artística hindú, unas formas creativas que como todo arte tradicional se nutre de unos cánones perfectamente marcados y que el artista debe seguir en la realización de su obra. Estos cánones se hallan registrados en los libros llamados Silpa Sastra y han de ser estrictamente observados a lo tocante a las figuras sagradas, destinadas al culto. Viene esto a una sintomatología artística de hoy donde el artista mantiene esa norma de reiterar cuando ha tocado a gloria para algún otro. Se brindan reiteraciones y variantes más o menos afortunadas pero no se traspasan fronteras ni conceptos.
El verdadero artista inicia su arte desde sí mismo, desde una lucha y liberalización interior, desde un reencuentro con planteamientos que deben alzarse a base de dudas y enfrentamientos que permitirán posteriormente una visión mucho más amplia, profunda y personal de nuestro entorno. El arte debe nacer desde postulados auténticos, aunque puedan resultar borrosos para otros, pero auténticos para quien los propone, valga la paradoja, y conseguir así una convicción artística defendible y con proyección hacia el exterior. Se buscan, se desean mundos de arte, no importa su eclecticismo; poco importa sean mundos oníricos, de poesía hermética o diseños de literatura. Se necesita arte.
Esa independencia imprescindible, ese autoconvencimiento en lo creado y esas ansias por plasmar mundos de arte es lo que encontramos a manos llenas en la obra de Antoni Miró. Una obra fiel a sus principios y en constante evolución que provocan un cordón umbilical entre autor y obra. A ludimos a un cordón umbilical y debemos señalar que teñido de plata, como apuntillarían los esotéricos, pues no falta alquimia y cábalas en los conceptos y contenidos del conjunto global de su obra.
En todo momento del proceso, en cualquier rincón de su trabajo, ya mediante sinónimos iconográficos o apuntes de su universo más íntimo la obra de Antoni Miró es una continua disposición al símbolo y la imagen, imágenes cargadas de paradojas y metáforas, impregnadas de figuras literarias. El artista tiene capacidad e ingenio para «jugar» con leyendas y decires, desplazando, manipulando alegorías como una constante provocación a la actividad mental. Bien podríamos señalar que su arte está plenamente vivo.
Miró nos propone en sus piezas constantes guiños, significaciones, y un riguroso y espléndido sentido del humor bien aderezado con la sal de la intencionalidad; beneficiándose de ello la obra con amplias lecturas e imágenes, siempre imágenes navegando por sus espacios cromáticos. Para mejor entender el valor de su trabajo y el importante sentido que éstas representan transcribimos un singular párrafo del filósofo chino Wang Bi (226-249) perteneciente a la escuela taoísta según R. Wilheim, orientalista alemán: «Las imágenes presentan el sentido, las palabras presentan la imagen. Para iluminar un sentido nada hay mejor que las imágenes; para poner una imagen en plena luz, nada mejor que las palabras. Las palabras deben concentrarse sobre las imágenes..., las imágenes deben concentrarse sobre el sentido. Las imágenes surgen de la significación, pero cuando alguien se deja apoderar por su belleza aislada es que no son las palabras justas. De este modo no puede alcanzarse el sentido más que olvidando las imágenes y sólo olvidando las palabras se puede penetrar en la imagen. La comprensión del sentido exige el sacrificio de las palabras».
El total de la obra de Antoni Miró es un resumen de su forma de vivir y entender la vida. Este aparente burlador de mitos y hechos mediante su peculiar socarronería y creación de escenarios y laberintos cromáticos hace rebosar de forma tímida e hilvanada toda suerte de crítica punzante. Su filosofía vital muestra un espectro de visiones, contemplaciones de la realidad bajo un prisma que tras su riqueza de elementos modula posturas y tensiones dignas de merecido estudio y reflexión.
En su obra encontramos al genio humano en escenario que tiene atmósfera propia. Es una pintura que turba por visceral y provocativa, por sus múltiples sugerencias y anecdotario estético. Son sus cuestiones íntimas y las circunstancias de cada momento, historia sentida, heredada y propia, con emociones y luchas, combinaciones de conceptos clásicos y signos de la actualidad. Su obra es sentimiento, recreo, valoración, siempre expuesta bajo un nuevo enfoque y perspectiva, una revisión mordaz sobre hechos, testimonios e imaginación que cabalga entre convencionalismos y radicalismos; siempre hiriente y poético, contrastando ambigüedades satíricas con crónicas cotidianas.
En su obra se da cita el simbolismo como constante del pensamiento humano, bien como modalidad artística o bien en un aspecto más reciente y que abarca la teoría psicológica, descansando siempre en una ruptura de límites para asumirlas en cientos de filamentos por analogía.
Antoni Miró no cede en su arriesgada y apasionante obra ante terminologías barrocas o redundancias, no existe en su obra ni el temor de repetir estilos anteriores que podrían desmerecer el concepto, dado que él sabe crear perfectamente a partir de una idea o una imagen. Toma prestada una esencia para desarrollar todo un mundo diferente aunque comulgue con iconografías similares. Un claro logro de su talento artístico lo tenemos en su dilatada serie «Pintar Pintura», todo un ejemplo de buen hacer en todos los sentidos donde el artista se descubre como arquitecto de mundos y fondos, como diseñador de ideas y sugerencias. Sus piezas son una exquisita coreografía impenitente que saca provecho de cualquier matización dispuesta anteriormente o creada paralelamente narrando personajes, intencionalidad y momentos puntuales de forma tan natural y precisa que todas las dificultades que encierran su obra parecen tarea sencilla bajo su elaboración y puesta en escena.
Antoni Miró parece disfrutar, disfruta, creando laberintos de formas y colores, trasgrediendo naturalezas y hechos concretos, hurgando en el espacio y el tiempo para sacar a relucir lo mejor de su muestrario romántico y apasionado, siempre medio oculto entre líneas y rincones; tal vez debido a la timidez del artista que pocas veces desboca su sensibilidad. La manifiesta, la ofrece, pero siempre comedido, en su justa medida. Una forma, al fin y al cabo, de invitar al espectador de su obra a participar en ella, a terminar una frase, un pensamiento, una crítica o esbozar una sonrisa plena de complicidad. En más de una ocasión.
Antoni Miró me ha parecido un solemne maestro de escena, un director habituado a mover hilos vivenciales y hacer conjuntar sobre un mismo escenario, en esta ocasión un lienzo, rasgos teatrales, literatos, arquitectónicos, mágicos, combinándolos basta conseguir esa estructura perfectamente dosificada que todos entendemos y reconocemos como arte. Un director de escena que sabe arrancar de cada motivo y personaje el máximo de sus posibilidades y los ubica allí donde es menester y la historia dispone, todo en perfecto sentido y mesura, el trazo, el gesto; dominando su universo artístico.
Incluso bien podríamos achacar a Antoni Miró cierta predisposición monacal por su talante y compostura. Vive semirretirado, voluntariamente, por supuesto, dentro de una relajada soledad, muy propia para la creación plástica, en «Mas Sopalmo», algo así como su Sancta Sanctorum. Su estudio resulta algo similar a una capilla donde se adora al arte y cada apartado o recoveco vive un destino. Su estudio-capilla no es un trastero de cachivaches o un laberinto de objetos o elementos, todo lo contrario, es un canto al orden y la meticulosidad más propio de la celdilla de un novicio que de un artista que trabaja muchas horas cada jornada, siempre al amparo de la noche y sus duendes. Cada pincel, libro, bastidor, tiene como en su obra, bien aprendido su lugar. Volvemos a la analogía entre obra y autor. En «Mas Sopalmo» crea sus mundos y les da vida. Su relación con el exterior es la imprescindible, no por falta de sociabilidad, que bien le sobra. Hombre sosegado y de fácil discurso, es un amante de la conversación y la reflexión para las que tiene buenas mañas y decidida inclinación.
Vive dulcemente retirado como aquellos caballeros de antaño que después de conocer el mundo y sus vorágines decide instalarse en un punto concreto desde donde desarrollar su vida y obra, en este caso su monasterio alcoyano rodeado de telas, volúmenes, naturaleza, familia y una singular sala de exposiciones envidia de recintos museísticos por amplitud y dotación donde reposan algunas de sus obras más queridas. Su dios no hay duda que es el arte, su religión sus ideas y sus compañeros de andanzas místicas no son otros que sus cuadros salpicados de inmisericorde ironía o de menudencias más ligeras cuando trata de distraer alguna de las muchas gravedades históricas.
Un hombre y un artista en suma que caminan juntos, se entregan juntos y se proyectan juntos.