Lanzas imperiales
Josep Forcadell
A Antoni Miró
De repente empezaba a sentir una sensación extraña mezcla de desconcierto, ridículo y atemporalidad. Pero nadie se giraba. Sólo el caballo me miraba atento, o lastimoso. Esto aumentaba, aún más, mi desconcierto. Cada segundo que pasaba estaba más empapado de sudor; los pantalones y la camisa se me pegaban a la piel.
Ahora, mirándolo con más detenimiento, descubría aquel de la boina caída que me observaba inquieto, y, en el otro lado, unos ojos oscuros bajo un sombrero de ala ancha me miraban distantes. Y los de la derecha llevaban lanzas triunfantes, y mosquetones, y los de la izquierda sostenían alguna lanza medio caída, rendida; y martillos y azadas; y un libro. Instrumentos poco adecuados para una batalla. Alguien llevaba colgando de la faja unas alpargatas y, humillado, iniciaba una genuflexión. Del otro lado, frente a ellos, satisfechos, ¡que muy bien!, ¡que gracias!, ¡que así se hace, hombre!
¿Qué hacía yo ante aquella gente?, ¿ante aquella escena que bien podía ser en Breda, pero que tenía elementos demasiado cercanos para que fuera Las lanzas? ¿Qué hacían unas alpargatas, una bandera, una «roja y gualda»?, ¿qué hacía yo allí?
No había pasado media hora desde que Heike y Polonia se habían ido de casa. Ahora, puertas y ventanas cerradas, había comenzado a hacer escaleras, a calentar los dedos y animar la dulzaina. Aunque no llevaba más de unos veinte minutos soplando como un desesperado, con todo el ánimo. De calor, ya sentía algo, y por eso, me había quitado el jersey y me había desabrochado unos botones de la camisa. Los ojos, y toda la cara, los notaba tensos, tirantes, enrojecidos, pero a eso ya estaba acostumbrado.
Y fue entonces que un relincho reprimido de caballo me asustó. No era cuestión de preguntarse qué hacían aquellos dentro mi habitación, no, sino, ¿qué hacía yo dentro de aquella rendición?, ¿dentro de ese cuadro?
Como quien entra corriendo a un velatorio sin saberlo, estornudé, nervioso, dejando caer, inseguro, un ejem! para tapar el ruido de mi dulzaina, como quien no hace nada, difuminando mi presencia. Afortunadamente no me hacían caso. Iban a la suya. Incómodo, empezaba a notar cómo se me aceleraba el pulso. Los apresurados latidos del corazón ensordecían el oído y nublaban todos mis sentidos. Paralelamente, crecía un rumor por el parloteo del séquito de los vencedores. Palabras ceremoniosas, de documento se confundían con mis jadeos, el relincho inquieto y contenido de los caballos y los comentarios, cada vez menos respetuosos, de los soldados.
Dejé la charamita sobre la mesa y, empapado de sudor, ahora pegajosa, abrí la ventana y me senté en el balancín con la respiración todavía alterada y la cara sin color. Poco a poco todo iba volviendo a su sitio. Más tranquilo, comienzo a recordar el paseo de ayer por la tarde por las callejuelas claras del rabal de Elche, la plaza, el Museo Sixto, las baldosas pared y refugio de Arcadi Blasco, las lanzas imperiales de Antoni Miró, y el vagar arriba y abajo por aquellas salas llenas de objetos estáticos pero provocativos; aquellos cuadros, aquellas escenas. Nada, sin embargo, me había llamado especialmente la atención. Ha sido ahora, mientras preparaba el pasacalles de la hoguera, que me ha venido a la memoria el recuerdo de aquella humillante rendición. ¿Por qué?
Ya no sé si estaba incómodo en el museo; o era con el caballo y todos aquellos de las lanzas dentro de mi casa; o si me encontraba inquieto y solo tocando la dulzaina por las calles de Alicante. Tampoco sabía si el extraño era yo que había retrocedido en el tiempo. Pero, claro, esa escena no estaba en Breda, ¿o sí? Recuerdo que los vencedores llevaban una banda española, y cuando lo de Breda aún no la habían inventada. ¿Qué hacía yo tocando la dulzaina?, ¡si no sé ni cómo se agarra! ¿Y qué tenía que ver Alicante con aquella rendición?
Algo tétrico y triste tenía todo aquello.
Al girar los ojos he visto por tierra, junto a la puerta de la sala, las huellas inquietas de un caballo.