Transeúntes
Josep Albert Mestre Moltó
I
Sentados, o de pie, estos personajes, estos transeúntes del silencio, tan próximos en nuestras urbes, son vistos por el pintor desde su inteligencia, comprensión y sensibilidad, desde su aprehensión personal y única, como símbolos del trasmundo de la abundancia, conformadas con un lenguaje que se destaca formalmente por su autenticidad, por una intensa impresión de realidad, como testimonio visual de este desgarro social y crítico con la insensibilidad de la colectividad. Ahora bien, esta referencia a la realidad está definida por una estética y una plástica de imágenes nítidas, representativas y simbólicas, tamizadas por un cromatismo de sutiles combinaciones cromáticas y lumínicas, y audaces composiciones, que singularizan su percepción y su significado. Hay una mirada que se implica en la realidad y que no borra su dimensión dramática, por supuesto, pero tampoco la deforma para hacerla más expresiva. En este equilibrado ajuste se celebra el sentido de sus obras de denuncia. La introspección, además, se proyecta en la captación lírica de un sentido de humanidad conformada en la memoria de un tiempo condicionado por un sistema.
Por otra parte, los espacios donde se sitúan, además de representativos, adquieren el de simbólicos en su tratamiento ambiental y estético, porque, mientras que en unos casos se refugian en aislados entornos en donde sólo aflora el soliloquio de la miseria, en otros su solitaria ubicación en amplias calles y avenidas concentran todo el drama de la desigualdad y el silencio.
Al espectador, por lo tanto, se le posibilita un espacio de reflexión intelectual y estética de contenida visión. Y es que, como dice Ricard Huerta (2005, p. 53)1, “sin tregua, sin desánimos, los cuadros de Antoni Miró nos inyectan la suficiente carga de rabia como para experimentar una saludable descarga emotiva, en la cual nos apoyamos para acceder a un más que aconsejable estado de reflexión”. Una emoción que va instalándose progresivamente en nosotros, desde la propia participación del pintor en la razón afectiva de sus protagonistas.
Distanciado, así, de las ciudades metafísicas de Chirico, las de Antoni Miró se nos desvelan humanas, muy humanas; eso sí, alejadas de la retórica costumbrista y consumista, y localizadas, con gran sensibilidad para los matices, en el espacio de su realidad, de su confrontada veracidad.
II
Las arquitecturas del museo es la otra serie que centra la atención de nuestro pintor. También es en la ciudad, en donde se sitúan estos microcosmos del arte, que para Antoni Miró singularizan parte del sentido de ésta. Contenedores culturales, que al tiempo expresan su verdad, no como “cárceles del arte”, según afirman algunos, sino como apuntando a los conceptos de permanencia y universalidad de la obra de arte, al ideal democrático que fue uno de los gérmenes de su nacimiento moderno en el siglo XVIII.
Se refiere Giorgio Agamben (Agamben, 2005: p. 110)2, a “que la museificación del mundo es hoy un hecho consumado; a que una tras otra, de modo progresivo, las potencias espirituales que definían la vida de los hombres –el arte, la religión, la filosofía, la idea de la naturaleza, incluso la política– se han ido retirando dócilmente hacia el museo. El museo puede coincidir con una ciudad entera (Évora, Venecia), con una región (declarada parque u oasis natural) e, incluso, con un grupo de individuos (en cuanto representantes de una forma de vida que se ha extinguido).
Es cierto que aquí el concepto del museo trasciende su realidad física y aborda un amplio campo de definición cultural, no, contrariamente al citado autor, como dimensión separada a la que se transfiere aquello que en el pasado fue percibido como verdadero y decisivo, y ya no lo es, sino como activador de conciencias y sujetos actuales, y, por lo tanto, siempre ajustado a una verdad y a una capacidad de decisión en el tiempo.
Pero, en esta colección artística de Antoni Miró centrada especialmente en su arquitectura, hay también una reflexión en torno al contraste entre el museo como objeto de propaganda y ostentación, como espectáculo de masas, y los muchos puntos de miseria del entorno urbano, y de su encuentro también.
Así pues, son diversos los enclaves museísticos del mundo que, con su particular lenguaje realista de perspectivas, luces y geometrías, ha registrado la mirada –la fotografía– del pintor; en su interior (retratando piezas significativas), o, especialmente, en su exterior, auténticos tótem de la arquitectura urbana que los poderes políticos y económicos han hecho proliferar en los últimos tiempos, convertidos en uno de sus más atrayentes iconos mediáticos. Así, su visión ha recorrido territorios tan dispares geográficamente como el Louvre de París, fundado como expresión de la filosofía del siglos de las luces en 1793; y, entre otros, el Metropolitan Museum (Nova York), el Museo de Mérida (Extremadura), el Gulbenkian de Lisboa (Portugal), el IVAM de València, Caixa Forum de Barcelona, el Museo Nacional de Varsovia o el Museo Reina Sofía de Madrid.
El pintor los ha captado de distinta manera. O bien resaltando sus estructuras espaciales, en la magna soledad de su contenido histórico-artístico patente, o bien haciéndolos partícipe de la presencia de espectadores, como espacio abierto a todos, como patrimonio que pertenece a la humanidad entera, como ente generador de percepción activa y libertad creativa, retomando su original sentido griego de templo de las musas. Lejos, quizá, además lo queremos, de ese horizonte que alumbraba Paul Valery (Valery, 1934)3, considerándolo como “aglutinamiento de grandes obras independientes y adversas que causaba hastío y tedio, y que atentaba contra la vocación pedagógica del museo, contribuyendo a apartar al público de los placeres que, precisamente, debería ocasionar y, por tanto, del saber y el enriquecimiento del espíritu”. De su reencuentro con la gente podemos hallar la salida a este pernicioso distanciamiento del arte y la vida que puede concentrarse en un viejo concepto estático, tan sólo como contenedor de obras, del museo.
En la obra de Antoni Miró, en definitiva, entre sus potentes arquitecturas y sus espacios visitados cabe la semántica de la esperanza en recrear ámbitos que el arte puede concentrar en su mayor plenitud.
1. Huerta, Ricard (2005): “Les mossegades de les urbs”, en Antoni Miró, la ciutat i el museu. Col·lecció Martínez Guerricabeitia. Universitat de València, p. 53.
2. Agamben, Giorgio (2005): Profanaciones. Anagrama, Barcelona, p. 110.
3. Valery, Paul (1934): «Le problème des Musées», en Pièces sur l’art.