Y todavía joven
Joan Fuster
Antoni Miró tiene ya hecha, y muy hecha, una obra extensa, compleja, tumultuosamente vivaz. El artista no ha sabido ni ha querido resistirse a la primera exigencia de su oficio: el dominio máximo de las posibilidades expresivas donde, en cada momento, la elección y el uso se convierten en una solución única, irremplazable y clara. No se trata de un «experimentalismo» gratuito, del juego endogámico de la estética, de probar por probar, sino de ejercer los recursos de la libertad creadora con el objetivo de determinar su dicción, siempre personal y a su vez siempre objetiva, capaz de conseguir la intención última del trabajo. Antoni Miró ha tenido cabida en todas las áreas pertinentes: la pintura, la cerámica, el dibujo, los murales, las distintas técnicas gráficas, los móviles, la escultura, con metal o con barro... La dialéctica intrínseca de cada procedimiento le ha conducido hasta realizaciones aparentemente contradictorias. Pero solo aparentemente. En el fondo de la firme y proteica obra de Antoni Miró se encuentra, desde el primer día, una decisión crítica proyectada sobre el hombre y la sociedad que ha creado el ser humano occidental. Unas veces es el grito de denuncia; otras, el sarcasmo revulsivo y, de vez en cuando, la misma incongruencia de un arte acorralado por sus propias hipótesis. De ahí que se derive la profunda sugerencia. Y la lección.