Antoni Miró y su libertad
Guido Nebuloni
Tiene la compenetración de las imágenes. El rigor compositivo, estilístico y femenino, sobre todo en sus composiciones evolucionadas, que parecen ser las más firmes dentro de una necesidad castigada, purificada y que dan un mensaje mordaz pero emocional con una urgencia de orden.
Antoni Miró demuestra conciencia, siempre llevando la imaginación a un ancla de significados humanos. Por lo tanto, el clima ambiente, la atmósfera y el espacio también se adaptan en el trabajo de Miró a esta medida que nos permite identificar una condición humana.
Sus obras parecen ser acumulaciones geológicas de antiguas y nuevas cenizas y en su ejecución, restos fósiles de épocas y existencias remotas, y, en cierto sentido, arcanas. Es posible leer los testimonios de los que descienden todos los sufrimientos de la vida, su resistencia macerada a la adversidad, y parece difícil recordar las imágenes de inocencia infantil queridas por la tradición de la pintura española. Miró no simplifica ni tiende a diluir, sino que sigue complicando la asimilación de posibles significados, aspectos o momentos de la realidad, y se satura con la experiencia vivida, encuentra nuevamente en su génesis pictórica las razones de una alta literatura y una elaborada elección poética fascinante. De hecho, cuanto más crece y madura, más declara su origen histórico.
Parece haber formas categóricas y severas de monumentalidad, de meditaciones sobre las lejanas presencias de la verdadera tradición del español del siglo XVII, de la contemplación y de la sugerencia de Picasso. Descubre una naturaleza de la sustancia creada y perfeccionada a lo largo de una larga tradición, que es su esencia de la imagen, aquella sin la cual la realidad se convierte en la “visión”, que es una parte esencial del proceso mental, para obtener fenómeno y, a veces, lógicamente, ni siquiera existe o subsiste.
En nuestra opinión, la razón (o el secreto) de por qué los materiales con los que trabaja Miró son sensaciones frescas, instantáneas, emocionantes o melancólicas y respuestas a la memoria: valores para ciertos aspectos ya experimentados y absorbidos y que, sin embargo, es esencial volver al campo, instante a instante, en la repetición incontrolable de la existencia. De hecho, esta elección no es solo la luz de los ojos o el vagar de la clara oscuridad de sus personajes, la consistencia y la fijeza de sus sujetos o la reputación de nuestra más o menos presumida (saber cómo mirar) imagen, pero una historia completa. La historia de más vidas o de una vida dedicada total y obstinadamente a la pintura, que como puede ser desafiada fácilmente incluso en las obras (algunas de las cuales son muy conocidas) seleccionadas, no podría ser más legítima, explícita y veraz.
Una historia que se identifica puntualmente con nuestra experiencia, con nuestras vivencias, junto con otros de ayer y de hoy, ritos rotos y oposiciones aterrorizadas y descubrimos el color sensible, aterciopelado o agrio de sus desnudos, tumbados o abrazados predispuestos en caprichosos collages que los involucran en las ansiedades, decisiones, halagos y enigmas de la “vida moral”, un asunto finalmente establecido, o ejemplifica el transformismo de las figuras y el fondo, casi musical, rítmico, por la sucesión de reliquias (Picasso, Dalí, Miró) y de rasgos dislocados o exhumados (Leonardo, Durero, Goya) dentro de espacios bien camuflados.
Grandes legados, ahora dolorosos y ahora sublimes como cualquier herencia intelectual que se precie.
Miró es un artista que nunca ha dejado de recordarnos, con una vocación perentoria y a veces apagada, que la libertad no existe en abstracto y que, también en las profundidades de la pintura, solo hay una especie de posibilidad legendaria de “venganza” para nutrirse y defenderse. Miró reside precisamente en esa apremiante y afectuosa invitación a la lucha que confirma la libre elección reelaborada, aún cuando en tiempos en que la cultura en general parece, por repetición fatal, bastante dudosa o incluso reacia a valores más o menos tácitos.
Guido Nebuloni