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Los orígenes del Big Bang

Carles Llorca

El Big Bang! He aquí una expresión empleada por los astrofísicos que podríamos traducir como el gran estallido. O la gran petada. A menudo, los científicos hacen broma. No debemos creer que sean gente seria las veinticuatro horas del día y que siempre estén con la nariz metida entre microscopios, telescopios y demás aparatos sofisticados ignorando lo que pasa fuera de sus laboratorios. Cuando llegaron a la conclusión de que en el principio del universo toda la materia existente estaba concentrada en una especie de súper átomo pequeño, pero de una densidad fuera de medida, y este estalló formando lo que hoy podemos ver mirando al cielo, quedaron asustados, boquiabiertos y agarrotados. Y escépticos, sobre todo. Escépticos porque no confiaban en que el personal los creería. No era tan sólo una píldora difícil de tragar, sino una verdadera rueda de molino. Y no sólo eso, sino que tenían miedo de que esta teoría de formación del universo la tomasen como una gran coña marinera y el más terrible desprestigio les cayera encima.

Un atardecer que estaban cavilando a raíz del caso en un aula de la universidad, desalentados porque no encontraban el desatascador, sintieron bang! bang! Por la ventana, vieron a unos niños que jugaban a indios y cowboys y uno de ellos ensayaba perfeccionar la puntería tirando flechas contra un globo de feria de su enemigo. En acertar, dijo: -¡Big Bang! ¡He ganado la batalla! ¡Rendíos! Efectivamente, el globo había estallado haciendo el clásico trueno. Entonces, uno de los científicos dijo: ¡Eureka!, que es lo que suele decirse en estos casos antes de resbalar en la bañera. Y explicó a sus compañeros que no sólo el chasquido del globo era un símil de lo que ocurrió al principio del tiempo, sino que el mismo globo del niño, si lo hubiera llenado de manchas con un bolígrafo antes de inflarlo del todo, a medida que fuese hinchándose, las manchas irían separándose y alejándose unas de otras, tal y como hacen las galaxias. De esta manera, el personal tendría una expresión familiar muy comprensible y una imagen casi perfecta. Probablemente tragaría también, sin dificultad, la teoría de expansión del universo, la otra píldora que ya quedaba bien dorada, gracias al globo infantil. Pero decidieron no decir nada de los niños cowboys y menos los arqueros indios, por si tal anécdota les restara méritos ante la academia sueca. Como dicen los ingleses, por si las flys.

Entonces empezaron a publicar en las revistas científicas la teoría de la expansión del universo basada en las observaciones del espectro de los astros primero, y en la observación radiotelescópica directa, después. Y publicaron también la teoría del Big Bang. En general, después de la conmoción esperada, la teoría fue bien recibida por comprensible gracias a los globos de feria infantil. Y, como consecuencia, los astrofísicos de todo el mundo se pusieron en el trabajo de sacar el máximo jugo del descubrimiento. Gracias a los progresos de la matemática, cogieron el universo tal como es actualmente, y dando marcha atrás, se dispusieron a dilucidar como era en el momento del gran estallido, y cuántos años hacía que estalló el súper átomo. Y en este punto, llegaron los llantos. Porque cuando más se acercaban al momento inicial del nacimiento del universo, más dificultades encontraban. Hasta el punto de que no han conseguido llegar. Y en este desconsuelo están hoy, a pesar de los agujeros negros y el telescopio Hubble, lo lamentable después de tantos esfuerzos.

Pero no siempre los grandes descubrimientos científicos se hacen en los laboratorios o en los observatorios. Pensamos en Galileo, que tirando piedras y dejadas desde la Torre de Pisa, hizo de pena la vida. O Arquímedes en la bañera. O Newton bajo un manzano, etc. Pues debo decir que, modestamente, el Mas de la Sopalma se hizo el descubrimiento definitivo con respecto al origen del universo. Estos descubrimientos fundamentales en la historia de la ciencia hay que enmarcarlos en su momento y en su ambiente, si queremos comprenderlos bien. Es por eso que antes de entrar en materia, hay que hacer unas puntualizaciones a raíz del hoy ya famoso Mas de la Sopalma y su ambiente en la época gloriosa del Gran Descubrimiento.

 

El Mas de la Sopalma

En tiempos pasados, pero no muy lejanos, en el Mas de la Sopalma era muy difícil dormir, ¿sabéis? Cuando el casero actual, el señor Miró, lo compró por cuatro chavos, era un caserón monstruoso, pura ruina, pero lleno de animales variados. Desde palomas que libremente volaban por todas las habitaciones y pasillos bombardeándonos las temibles y repugnantes heces con una puntería admirable, hasta cabras, ovejas, mulas, gallos, pollos, patos y cerdos, pasando por siete perros temibles y una veintena de gatos hambrientos y peligrosos. Con esta compañía permanente, podéis comprender lo que os he dicho al principio: era difícil vivir en paz.

Pero si algo identificaba al Mas de la Sopalma, si algo le caracterizaba y le daba fama universal era la polvareda. Una polvareda espesa, brumosa, calimosa, que ocupaba toda la casa, rincón por rincón, despensa para despensa y cuarto por cuarto. Era la consecuencia directa de la fauna sopalmera arraigada en la masía. El tráfico era muy dificultoso. Y encontrar la habitación que te habían asignado, cosa de exploradores expertos. Recuerdo que íbamos por los pasillos repicando una campanilla para evitar colisiones. Y yo, personalmente, llevaba, además de una brújula, un ovillo de hilo –como la famosa Ariadna– que, amarrado hacia el pomo de una puerta, iba soltando a medida que me alejaba de la cámara. Así, tenía el retorno garantizado. En suma, ¡una pura delicia!

Supongo, si me he explicado bien, que tenéis una idea de las dificultades de vivir en el Mas de la Sopalma de día. Pero... ¿y por las noches? Amigos, ¡esto es harina de otro costal! Debéis saber que las bombillas eléctricas –muy escasas, porque el antiguo colono era un tacaño– a duras penas iluminaban un palmo y medio de su alrededor, debido, naturalmente, al polvo susodicho y famoso. Para evitar accidentes, el tráfico de personas se suspendía poco después de la puesta de sol, y el personal cogía un bocadillo de una anchoa –obsequio generoso de la casera– y se recluía en su habitación, al menos, para hacer una cabezada, al tiempo que retumbaban por todos los rincones de la casa los relinchos, los ladridos, los maullidos, los gruñidos, los balidos, etc.

En estas dificultosas circunstancias tuvo lugar el trascendental descubrimiento, porque el entorno siempre es fundamental para alcanzar el éxito en cualquier investigación científica. Cuando más obstáculos se presentan, más se agudiza el ingenio humano. Cuando más hambre se sufre, más trabaja la materia gris, y cuando más sueño nos ataca, más profundamente nos sumerge en el más allá, que como sabéis, es donde están las galaxias.

Pues ocurrió que, una noche –creo recordar que fue la vigésimo séptima de insomnios constantes– me pareció tener entre los variadísimos ruidos de la casa uno extraño. Uno que parecía no tener procedencia del todo animal. Efectivamente, cuando lleno de miedos salí del cuarto, un fantasma –esto me pareció de primeras– cruzaba la sala a paso vivo con un telescopio entre manos. –Iep, ¡quién eres y qué quieres!– le dije con la voz más terrible con que fui capaz. La respuesta me sorprendió de lo más: –Soy el dueño y voy a observar el cielo para pintarlo. Efectivamente, la niebla polvorosa propia de la casa me hizo confundir al señor Miró con un fantasma. Pero hay que aclarar que el señor Miró iba ataviado con una bata de pintor del año de la picor, llena de manchas de pinturas acrílicas, sus preferidas. Aclaradas las cosas –es un decir, dada la niebla– me invitó amablemente a que la acompañara.

Cuando el señor Miró abrió la puerta de la terraza para instalar el telescopio, la niebla concentrada de la casa aprovechó para salir libre en la noche estrellada. Era tanta su concentración que pensé en el átomo súper denso que originó el universo, porque la noche se hizo tan brumosa como la casa, sin que esta perdiera densidad. La teoría de los vasos comunicantes hizo que casa y cielo disfrutaran del mismo grado polvoroso. Y este hecho maravilloso fue decisivo a la hora de plantear la solución del problema del tiempo cero, el inicio del Big Bang. Observo la simplicidad de los hechos: un huésped insomne, un artista cabezón, un espacio nebuloso y un acompañamiento animal variado y ruidoso. Porque la variedad es la fuente de la vida. En nuestro caso, por ejemplo, si el gallo número 35 confunde la luna con el amanecer, canta. Entonces, el mulo número 6 se queja protestante, la oveja 54 bala para hacer silencio, y así sucesivamente. Consecuencia: el ruido variado, imparable, propio sólo del Mas de la Sopalma en toda la comarca incita los planteamientos dificultosos del porqué de las cosas.

Y el señor Miró empezó a pintar a la tenue luz de un candil para no deslumbrarse. Era todo un espectáculo. Ahora enfocaba a la nebulosa espiral de los perros de caza, hacía cuatro brochazos y luego pasaba a Júpiter, etc. Pero en una de estas rondas enfocó el telescopio hacia el interior de la casa, sin darse cuenta. Y cuando yo esperaba que rectificara, me sorprendió que continuara pintando como si nada. –¡Demonio de chico!– pensé. Y la sorpresa grande vino cuando vi que continuaba pintando las mismas galaxias que ya tenía esbozadas de cuando miraba al cielo, pero ahora vistas desde el punto opuesto. Como si estuviera viéndolas desde el cenit universal, si se me permite la expresión. Y así continuó hasta que las primeras luces le obligaron a recoger.

Cuando desmontó el telescopio y entramos en la casa, osé preguntarle: - Señor Miró, ¿sabe usted qué ha estado haciendo? Y él, como si nada, me respondió: - Hemos estado en el otro lado del universo y he aprovechado para dar una visión sopalmera. ¡Esto es todo, amigo!

Entonces, empecé a hacer los cálculos pertinentes –que sería demasiada lata exponerlos aquí, pero que están a su disposición– y la conclusión fue que el señor Miró era un ufoide de mucha categoría, mejor dicho, de primera generación o de primer Big Bang, y que sin decirme nada, me había llevado el cenit universal para ver cómo eran las galaxias a vista de pájaro, por decirlo de alguna manera comprensible. Pero los cálculos me llevaron a más conclusiones interesantísimas. Por ejemplo:

  • a) El Big Bang que busca a los astrofísicos más eminentes no es el primero, sino –al menos– el segundo. Es decir, que el universo se ha expandido y se ha contraído varias veces, digamos, como un acordeón tocando salsa.
  • b) La causa de los sucesivos big bangs ha sido la polvareda acumulada y concentrada en el mas, y por tanto, se debe a los animales que allí se cobijan. Cada vez que el señor Miró abre la puerta de la terraza, hay un Big Bang. Cuando la cierra, hay una contracción.
  • c) El Mas de la Sopalma es, por tanto, el ombligo del mundo.
  • d) En consecuencia, no hay que buscar el punto cero, el tiempo cero, ni las puñetas cero. Todo es como un movimiento continuo, sin principio ni fin. Un movimiento ni limitado ni eterno. ¡No le busquéis tres pies al ufo!

 

Colofón

Que el origen del universo sean los animales no es idea nueva, aunque es novedad que hayan sido los del Mas de la Sopalma como acabamos de demostrar. Pero hay antecedentes, como podéis ver:

Cita el gran Stephen W. Hawking en su Breve historia del tiempo que un célebre científico daba en cierta ocasión una conferencia sobre astronomía. Describió como la Tierra gira alrededor del Sol y como éste, a su vez, órbita alrededor de un gran conjunto de estrellas que llamamos nuestra galaxia. Hacia el final de la conferencia, una vieja señora de la última fila se levantó y dijo: “Lo que nos ha dicho son tonterías. En realidad, el mundo es una bandeja plana sostenida sobre el caparazón de una tortuga gigante”. El científico esbozó una sonrisa de superioridad antes de replicar: “¿Y sobre qué se sostiene una tortuga?”. “Ah, usted es muy listo, joven, muy listo –dijo la dama–, pero hay tortugas hasta debajo de todo!”

Desde aquí reivindicamos la intuición de la vieja señora. Sólo erró en la clase de animales. Porque, como hemos dicho antes, la variedad es la fuente de la vida.