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Antoni Miró: Diálogos conminatorios con la práctica de la pintura

Romà de la Calle

I

Fundador y principal dinamizador del Grupo Alcoiart (formación que mantuvo sus actividades como colectivo de artistas plásticos alcoyanos entre mediados de la década de los sesenta y ya entrados los años setenta), Antoni Miró combina en su trayectoria una gran versatilidad de iniciativas tanto directamente de tipo creativo —en su eficaz dedicación a muy diversas modalidades de propuestas estéticas— como atendiendo incansablemente al fomento y la promoción cultural, especialmente —aunque no de manera exclusiva— en las comarcas del sur del País Valenciano.

Cronológicamente no es fácil establecer en el conjunto de su producción artística una cierta periodización en lo que respecta a la utilización de recursos, técnicas y opciones estilísticas, dado que, de hecho, Antoni Miró —sobre todo antes de abordar decididamente los derroteros del realismo social— no titubeaba en experimentar con cuanto, de uno u otro modo, llegaba a sus manos y despertaba su interés. En ese sentido a lo largo de los años de progresivo afianzamiento personal —autodidacta— no es difícil encontrar desiguales incursiones tanto en planteamientos abstractos como en propuestas figurativas, cubriendo así un amplio espectro estilístico en base, a su vez, a los distintos medios artísticos en los que iba trabajando y cuyo conocimiento y dominio le han posibilitado luego el mantenimiento de esa versátil capacidad que le permite seguir abordando con soltura el quehacer pictórico, la escultura, el mural, la obra gráfica o la cerámica.

Sin embargo, junto a la citada inquietud experimental volcada en las diversas vertientes de los lenguajes estéticos y en los diferentes medios expresivos, cabe asimismo resaltar —como una especie de común denominador que se mantiene a lo largo de su itinerario— ese afianzado talante de compromiso con la realidad circundante y con el pulso global de la existencia cotidiana que, sobre todo, se evidencia y madura en las series producidas en los tres últimos lustros.

Es así como el conjunto de trabajos recogidos bajo las respectivas nominaciones generales de «América negra», «El Dólar» o «Pintar pintura» —por citar algunas— son sin duda plenamente representativas de esa atención .que Antoni Miró presta a la extrapolación de la cita histórica, a su reutilización como fuerte imagen simbólica, productora de elocuentes contrastes, o a la escueta intersección de los valores plásticos con los propiamente vitales.

Mucho más radicalizada en sus planteamientos, que otras opciones análogas o paralelas, la obra de Antoni Miró —como grito de denuncia y liberación— adopta sin embargo en muchas de sus propuestas una gradación creciente desde el humor, la ironía o la sátira despiadada, a través de los montajes visuales estratégicamente adoptados en sus composiciones, basadas en última instancia en los explícitos códigos lingüísticos utilizados por los medios de comunicación de masas, asegurando así —desde dentro de los mismos recursos que fustiga— una inquietante función catártica sobre el sujeto, que no puede limitarse a ser neutral o indiferente contemplador.

Ejemplo de cómo utilizar eficazmente el carácter conminatorio del efecto visual, la obra de Antoni Miró no está exenta de un elocuente índice reflexivo. Porque si es evidente, como se ha dicho, que es la suya una «pintura de concienciación», no es menos cierto que en su proceso creativo se incluye un destacado grado de «concienciación de la pintura», en la que las diversas experiencias, técnicas, estrategias y recursos se aúnan para constituir su particular lenguaje plástico, que no se agota en ser un «medio» para la comunicación ideológica sino que de consumo se constituye en registro de una evidente comunicación estética.

II 

Antoni Miró: la extraña obsesión de “pintar pintura”

Más de una vez se ha subrayado, en el seno de la investigación lingüística, cómo la capacidad detentada por todo lenguaje de referirse a sí mismo —además de servir de medio de comunicación— constituye de hecho uno de los rasgos caracterizadores de su propia naturaleza.

En este sentido, como se sabe, gran número de las polémicas discusiones mantenidas, sobre todo hace un par de décadas, en torno al carácter lingüístico o no de ciertas manifestaciones artísticas (en especial de tipo visual) tuvieron precisamente su principal foco de atención en ese rasgo autoreferencial que, de una u otra manera, se exigía a todo vehículo comunicativo para ser admitido —teniendo en cuenta su versatilidad— en el reducto más privilegiado del dominio de los signos.

La pintura actual, al igual que otras modalidades comunicativas, ha recurrido dentro de ese destacado juego autoreflexivo a toda una amplia gama de licencias retóricas para sus rendimientos plásticos, entre las que destacan (sin duda con un gran margen de utilización) las citas y las referencias a otras imágenes previas.

Pero no se trata tan sólo de echar mano de los más variados antecedentes iconográficos disponibles, sino precisamente de hacer patentes y explícitas tales conexiones, asumiendo e incorporando en la obra misma, recién elaborada, toda la carga informativa que históricamente las virtuales imágenes referenciadas, por su parte, habían hecho propia.

Con tales recursos se ha ido paulatinamente elaborando —a través del museo imaginario que la historia nos ofrece— todo un complejo tejido de mutuos enlaces referenciales, guiños a veces preñados en su factura de irónicas intenciones, homenajes conscientes a la memoria del ayer o sutiles formas de refuerzos semánticos ofrecidos como un juego revulsivo o elitista —según los casos— al avisado espectador.

Antoni Miró, en su ya dilatada práctica pictórica, siempre mostró abierta preferencia por esos recursos metodológicos que, buceando en el legado iconográfico de la historia universal —y la española en particular—, posibilitaban una vez introducidas las formas seleccionadas en el nuevo contexto otras diferentes significaciones, surgidas precisamente por el directo enfrentamiento de aquellas conocidas imágenes (arteramente manipuladas y extraídas del museo colectivo) con otras de marcada actualidad y — con frecuencia— no exentas tampoco de crudeza y franco alegato.

De ahí la ironía, el juego metonímico, la encubierta metáfora o el choque surgido de la comparación más descarnada que, a menudo, nos acechan desde sus propuestas plásticas.

Parte, pues, Antoni-Miró del horizonte cultural de imágenes que nos suministran los mass media. Incluso las que hacen directa referencia a obras clásicas de la pintura nos llegan como filtradas por los propios medios de comunicación de masas: están ya fijadas en la retina colectiva no como obras maestras del arte sino como imágenes que podemos encontrar en la publicidad de una revista, en el envase de un producto, en las ilustraciones convencionales de un texto de enseñanza o en las vallas que —casi como barandillas de nuestro trayecto cotidiano por la ciudad— nos acompañan día tras día.

Es allí —en ese amplio repertorio de usos icónicos— donde las transposiciones y juegos lingüísticos se hacen evidentes para subrayar subrepticiamente el alto standing de un producto o la larga tradición de una marca.

La lección nunca pasó desapercibida —como tantas otras— para la práctica artística, que a ello incorporó a su vez estrategias" diversas, propias del cómic o del dominio cinematográfico. Amén, claro está, de las continuas e incitantes propuestas visuales que la vida, cotidiana misma genera de forma persistente.

Sería ilógico, en tal sentido, olvidar en este contexto el también eficaz rendimiento que esos mismos motivos dieron en toda la amplia serie de opciones artísticas que abordaron el tema de la crónica social como eje de sus presupuestos creativos, hace tan sólo algunas décadas.

Antoni Miró, adscrito en su momento a una de esas revulsivas poéticas, profundamente instaurada en el área del País Valenciano, siempre fue más allá de los escuetos procedimientos formales y de las referencias inmediatas al medio concreto. Los objetos incorporados, los d’aprés que tomaba prestados a la historia, los signos autóctonos que —como un elemento más— introducía en sus obras apuntaban ante todo un trasfondo significativo que deseaba facilitar el engarce simultáneo entre imagen e idea y, tras éste, como acicate, se vislumbraban los perfiles de la actitud existencial preconizada. E incluso, a menudo, se adivinaban también los modelos inmediatos de la acción.

Eran momentos de urgencia. La historia no por vivida es olvidada. Y a veces, curiosamente, se repite en otros marcos y distintos moldes, como si sus enseñanzas estuviesen condenadas a ser infructuosas. El telar de Penélope parece no descansar lo que debiera.

Sin duda alguna Antoni Miró ha ido depurando su quehacer artístico, aunque sus inquietudes vitales, volcadas también ahora en otros órdenes, siguen pareciéndome —personalmente— igual de intensas y aceleradas.

Ha enriquecido y variado ese repertorio de elementos icónicos y puesto a punto otros códigos de elaboración —quizá más sofisticados en su resultante y creciente polisemia—, pero curiosamente podría con facilidad identificarse su lenguaje entre otros muchos.

Ese juego autoreferencial de la pintura, tomado como fundamento de su hacer, permanece constante. Los personajes extraídos de la historia se incorporan —desde la ventana de sus cuadros, o desde la silueta exenta de sus objetos escultóricos— a la escena actual, para participar en ella y para observarnos.

Existe todo un leit-motiv de la «mirada» —junto al tema también retomado de las «manos»— en muchas de sus obras, así como un cuidado obsesivo por mantener una cierta «pose», casi inusual en sus personajes, que —aunque idéntica en sus rasgos generales a la fuente que la suministró como perteneciente a tales imágenes— deviene inquietante en su intencional rigidez. Las Meninas, Picasso, el Conde-Duque, Inocencio X o la Duquesa de Alba se nos ofrecen como ejemplos de transposición abiertamente manipulada de una lectura violenta. Son imágenes que se nos dan como imágenes (pictóricas) de unas imágenes (de los mass media) de otras imágenes (de obras conocidas), cargadas de un bagaje histórico indeleble que se ha ido acumulando culturalmente en torno a ellas. Y todos estos niveles se entrecruzan y complican en la acumulación de elementos (tijeras, pistolas, tubos de pintura, sombreros o pegatinas) alrededor o sobre el personaje, descontextualizado del texto pictórico originario e introducido así en un medio extraño, codeándose con grafismos del cómic, fumando un cigarrillo o luciendo símbolos muy particulares.

Diríase que se hallan incómodos en su nueva situación, reproducidos allí por un inexplicable azar, asombrados ellos mismos por las circunstancias, en medio de esos cromatismos intencionalmente tímbricos y homogeneizadores. Han perdido, en su extrapolación de un contexto a otro, las técnicas que en su origen los gestaron, para pasar —medidos por el mismo rasero— a esta nueva galería de las miradas.

Citas y referencias se combinan. Las unas literales, en ese entrecomillado reproductivo tan persistente en Antoni Miró. Las otras, dada quizá su mayor sutilidad, sólo se apuntaban de soslayo, abriéndose al lector de la imagen resultante como juego de contrastes, deformaciones o sinécdoques.

Las obras de Antoni Miró, tras estimular la percepción estética, se transforman de este modo en textos saturados malévolamente de múltiples sentidos. Su hendido trasfondo siempre posibilita lecturas diferentes, donde la ironía deja con frecuencia, a la sátira, y donde la composición resultante encierra constantes apelaciones a símbolos aislados, encarnados en objetos, emblemas o equívocas referencias a estereotipos culturales que la «astucia de la tradición» ha convertido históricamente casi en eternos, definitivos e inamovibles.

Podría afirmarse que Antoni Miró facilita más bien los elementos morfológicos de esa lectura, a través de la puntual figuración que estilísticamente la obra auspicia, mientras que, sin embargo, oculta las claves de la sintaxis que los estructura y relaciona compositivamente. Yuxtaponiendo personajes, superponiendo objetos o aislando fragmentos apela, en el conjunto de sus series, precisamente a la propia capacidad hermenéutica del espectador para que, a partir de esa combinatoria de elementos, ejecute libremente sus respectivas opciones de lectura.

Sería, por supuesto, un radical equívoco entender todo ello como un mero capricho coyuntural, como divertimiento lúdico o como una simple boutade realizada a costa de la historia de la propia pintura, sometida ahora a relectura por Antoni Miró. Sin duda será, quizá, más fácil penetrar en los entresijos de sus intenciones para quienes participen vitalmente del mismo contexto existencial que el autor. Pero ahí radica el reto reflexivo que, a unos y otros, nos lanza con sus obras. No en vano las claves de toda polivalencia irónica se entrelazan íntimamente con el correspondiente horizonte cultural del que brotan.

Porque no hay que olvidar que, de hecho, no existe la ironía fuera de lo que es propiamente humano. Es decir que todo recurso irónico es, en su base, un medio comunicativo intrínseca y genuinamente antropológico, aunque dirigido más bien a la inteligencia que a la emotividad y que, de algún modo, se sustenta en una raíz de carácter social, pues al igual que otras categorizaciones estéticas que le son próximas (tales como el humor, la comicidad o la sátira), la vis irónica exige un eco colectivo en su fundamento y en su manifestación. No se saborea plenamente en solitario. Necesita un cierto horizonte social en donde producirse y enmarcarse. Y a ese background es al que anteriormente nos referíamos.

Pero hay más. Cabría —aunque sólo sea aquí a vuela pluma— diferenciar la existencia de dos tipos de recursos irónicos en la pintura de Antoni Miró. Por un lado estaría la ironía morfológica, interna a su propio lenguaje plástico que selecciona elementos a partir del repertorio histórico de la pintura, que elige un modus operandi específico en su tratamiento cromático y en sus procedimientos de contrastación compositiva. Se trataría, pues, de un recurso irónico que se genera del propio lenguaje en sus niveles constitutivos y en su morfología. Y complementariamente estaría la ironía referencial que, tomando el lenguaje pictórico como medio comunicativo, es actualizada en relación al medio cultural, político e ideológico en el que se inserta —y donde nace— la lectura del receptor.

Recurriendo a una conocida dicotomía lingüística, podríamos resumir esta dualidad, que hemos apuntado en torno a la ironía, diciendo que Antoni Miró desarrolla tanto las opciones irónicas en el plano de la expresión plástica (a nivel de los propios recursos significantes de su lenguaje) como en el plano del correspondiente contenido (a nivel de los significados vehiculados en el virtual mensaje de la obra).

Diríase, por tanto, que recurriendo Antoni Miró a muchos mitos de la historia, intensifica, a su manera, su desmitificación para pasar desde la ironía, como catarsis, a la acción crítica como objetivo paralelo e inseparable de la vivencia estética.

En esta amplia serie de obras, que podría recogerse bajo el epígrafe genérico de Pintar pintura, es donde exactamente Antoni Miró más ha enfatizado su recurso a la ironía, pues en otras series precedentes la urgencia de su mensaje —siempre comprometido con la realidad presente— empleaba más bien al inmediato revulsivo testimonial de forma incluso más patente, dado sobre todo el carácter directamente apelativo y conminatorio de sus propósitos plásticos de entonces.

En este «pintar la pintura», que ha venido desarrollando a lo largo de esta década de los ochenta, es el juego autoreferencial (entendido no lúdicamente sino en cuanto estrategia combinatoria de recursos) lo que se convierte en parámetro básico de su quehacer pictórico, proyectado sobre la misma historia de la pintura y sobre el propio proceso reflexivo que este procedimiento genera.

Es así como la «toma de conciencia» ante la realidad circundante, que desde la pintura Antoni Miró propicia, pasa necesaria y eficazmente por una previa «toma de conciencia de la pintura misma». Proceso relevante, sin duda, que mantiene una vez más estrechamente unidos —pero desde otra perspectiva— los postulados de la ética y de la estética.

III

La sintaxis combinatoria que utiliza en sus obras, donde se entrecruzan dispares elementos de muy diferente origen, no oculta su interno decantamiento hacia una sugerente «narratividad», nacida precisamente —en la mayoría de los casos— de un choque buscado con toda intención. El espacio pictórico se constituye así en un singular ámbito donde, de alguna manera, se desarrolla un planificado encuentro de múltiples referencias, tras el que no se oculta tampoco el correspondiente trasfondo conceptual.

La imagen visual se convierte, pues, en bisagra de los valores plásticos, que pictóricamente la constituyen, y también de los virtuales valores vitales que promueve. Y todo ello, por supuesto, no por azar, sino por la pormenorizada selección de que, ya en su estudiada planificación previa, ha ido siendo objeto.

En su buceo por el museo imaginario de la historia de la pintura, Antoni Miró ha ido constituyendo «para su uso» un particular repertorio de motivos iconográficos, a los cuales —como ya se ha apuntado— somete a una serie de procesos de estructuración y manipulación. Que algunos de ellos gozan —para él— de una singular predilección, es algo fácilmente constatable, en la medida en que incluso llegan a constituir ciclos específicos dentro de ciertas series de su producción pictórica.

Ese proceso de selectividad obedece, sin duda, a motivaciones dispares: en algunos casos es la autoría de la obra, en otros su concreta rotundidad formal, a veces el propio tema incide en la preferencia, y tampoco es irrelevante, ni mucho menos, la tradición que históricamente haya podido arropar a una determinada herencia y transmisión iconográfica.

La asociación de motivaciones, que con todo ello quepa establecer respecto a la elaboración del repertorio, da paso al posterior desarrollo de una no menos compleja trama de códigos sintácticos, en los que en buena parte va a descansar el entramado narrativo.

En realidad tal «puesta en escena» de las imágenes es una modalidad destacada de «montaje» que aunque deba resolverse exclusivamente en el interior del plano pictórico, no puede ocultar su persistente vocación «centrífuga» manifestada, a pesar de todo, en la insistente apelación a referencias, asociaciones y contrastes.

Coyunturalmente, y sólo a modo de ejemplificación, podríamos ahora subrayar algunos de los recursos que, en este sentido, ejercita Antoni Miró en su quehacer, tales como la aplicación del «principio del espejo», (reflejando partes de la imagen sobre sí misma, siguiendo el desarrollo de un eje vertical u horizontal) el de la deformación (por ampliación, reducción o alargamiento), el de la superposición, paralelismo o seccionamiento respectivo de diversas imágenes, el de la inclusión de unas en otras o la aplicación concreta de ciertos detalles, extrapolados de unos motivos, sobre otros, dando así paso a una rotunda alteración de la imagen asumida como originario leit-motiv central de composición.

En cualquier caso todas estas estrategias compositivas, que afectan por igual a la morfología y a la sintaxis de la imagen, obedecen, ante todo, a una especie de ley general que gobierna totalmente sus trabajos: la persistente búsqueda de contrastes a cualquier nivel, con lo que a pesar de la aparente «objetividad» y distanciamiento reflexivo que provocan sus cuadros, consigue dotarlos —de forma paralela y casi subrepticiamente— de una extraña e inquietante fuerza expresiva, nunca asimilable fácilmente a la mera emotividad.

Sin duda tal variedad de estrategias, con frecuencia simultáneamente aplicadas, dan lugar a una red de complejas conexiones que, por su parte, Antoni Miró equilibra, introduciendo en la realización un cierto esquematismo compositivo.

Cabe asimismo hacer constatar que precisamente en el desarrollo evolutivo de la última serie de trabajos del ciclo «Pinteu pintura», se nota una mayor delectación en el tratamiento estrictamente pictórico, sin ceder, no obstante, en los testimoniales intereses que han jalonado toda su trayectoria.

La extraña obsesión de «Pinteu pintura» concita así —en su entorno— la historia y lo cotidiano, la herencia que acompaña a nuestra mirada y la memoria que justifica nuestras raíces, pero lo hace precisamente desde el plano de la experiencia estética, no sólo como vehículo sino como valor aglutinador de toda esa diversidad de niveles. Al fin y al cabo ¿no consiste en ese proceso de síntesis, tan peculiar, el fenómeno mismo de la comunicación artística?

Buen ejemplo ha dado, en tal sentido, Antoni Miró no sólo en su quehacer estrictamente pictórico sino, en igual medida, en ese eficaz encuentro de la estética de lo efímero y del testimonio histórico que es el cartel, con su inmediatez funcional y con sus amplias posibilidades de desarrollo artístico.

En realidad con el paulatino y fecundo desarrollo de los mass-media la cultura artística contemporánea ha visto ampliados, de forma simultánea, sus horizontes y sus problemas. E indudablemente el ámbito de la experiencia visual puede considerarse como uno de los sectores culturales en los que, con mayor extensión e intensidad, se han producido significativas transformaciones, que han alcanzado, incluso a la vida cotidiana.

El cartelismo, en tal sentido, como fenómeno cultural y destacado medio de comunicación, se encuadra de lleno dentro de esta acelerada e innovadora coyuntura histórica, típica de nuestro siglo, que ha afectado profundamente a la sensibilidad, a los resortes cognoscitivos y, en general, a las más diversas pautas de nuestro comportamiento individual y social.

A nadie extrañará, pues, que el interés despertado en torno a los carteles y a sus investigaciones se haya extendido y diversificado interdisciplinarmente entre las distintas ciencias humanas, teniendo en cuenta sobre todo su versatilidad utilitaria, sus amplias posibilidades experimentales y su singular carácter desmitificador del objeto artístico en esta «época de su reproductibilidad técnica», como bien diría Walter Benjamin.

Precisamente la actual reflexión estética se ha venido ocupando cada vez con mayor rigor y sistematización de este fenómeno cartelista en la medida en que la propia práctica significante desarrollada por los artistas ha prestado asimismo atención especial, dentro del auge de las artes gráficas, a la realización de carteles. Y —-justo es decirlo— nuestro país ha contado siempre, históricamente, con un número destacado de excepcionales cartelistas. Ahí quedan, como hito y recuerdo, los nombres de Josep Renau o Artur Ballester —entre tantos— para confirmarlo. Sin embargo, la tradición afortunadamente no se ha interrumpido, y buen ejemplo de ello es la presente muestra de esta interesante vertiente de la obra de Antoni Miró.

En esta modalidad de la actividad plástica se conectan indisociablemente tanto la función estética como la función social del cartel a través de las técnicas específicas de su elaboración, siempre en constante proceso de evolución. Por otra parte hay que hacer constar la «mutua» influencia establecida bilateralmente entre la pintura y los recursos cartelísticos, aunque no sea éste el lugar idóneo para atender a su justificación. Y ambos hechos convierte en indiscutible la creciente necesidad de dar cabida en la historia del arte al fenómeno —y los productos— del cartelismo.

No obstante, es dentro de las coordenadas de una teoría de la comunicación artística donde se evidencia el papel que paradigmáticamente desempeñan los carteles en la cultura visual de nuestra época. Su función conminatoria, su impacto preceptivo, (reduplicado por su siempre estratégica ubicación en el seno del medio urbano) se convierte así en el eje de su pregnancia ideológica, de su eficacia testimonial y de su propia acción divulgadora, publicitaria o propagandista.

El mismo Antoni Miró no ha dudado, llegado el caso, en exponer conjuntamente su amplia producción cartelística, lo que, de algún modo, ha supuesto recuperar la capacidad funcional de cada concreto cartel como documento que recoge y apuntala nuestra memoria histórica, reactualizando significativamente aquélla su específica función de comunicación inmediata y directa que quedó prendida —en cada caso— en las concretas coordenadas de su presencia temporal y efímera entre nosotros.

En realidad, cuando se propicia, desde el marco expositivo, esta nueva forma de apropiación colectiva del cartel, se está añadiendo al valor exhibitivo e histórico, que es consustancial a la utilidad misma del cartel como objeto, un simultáneo valor cultural (de «culto» social) que refuerza específica y unilateralmente —desde su enmarcamiento— su carácter estético. Curiosa e impenitente paradoja que la dinámica de nuestra organización socio-cultural consagra plenamente, a la vez que de forma paralela supera aquel carácter utilitario que un día motivó la gestación del cartel como objeto visual, destinado —en el caso de cada uno de los realizados por Antoni Miró, e impresos desde 1965 hasta la fecha— para actos culturales o para acontecimientos de claro y eficiente compromiso político.

En sus diálogos «conminatorios» con la práctica artística, Antoni Miró sigue manteniendo, por su parte, el mismo temperamento y orientación revulsivos. Si no hay miradas «transparentes» ni tampoco interpretaciones «asépticas» ¿por qué prescindir —parece decirnos— de cuantos recursos el lenguaje artístico pone en nuestras manos no sólo para desarrollar la correspondiente comunicación estética sino, en igual medida, para motivar —a su socaire— la oportuna reflexión en los demás?

No estaría de más que se abordara —en una lectura si no del todo heterodoxa, si inusual— la última etapa de la trayectoria artística de Antoni Miró desde unas perspectivas bastante diferentes a las que hasta ahora se han desarrollado en torno a su itinerario plástico.

Con este fin quisiera comenzar subrayando el relevante papel que en sus composiciones —en especial en el ya amplio de “Pinteu pintura”, iniciado a principios de esta década y aún en plena maduración— siempre desempeña el tema de “la mirada”. Si en otras series eran “los cuerpos” o “las manos” los principales motivos de su atención, diríase que en la actualidad esta destacada función denotativa se encomienda a la ya casi irrenunciable —para él— temática de la mirada.

Sin duda hay todo un lenguaje vivo y expresivo que se genera a partir del cuerpo en general o de las manos, en particular. Pero aún es más elocuente, profundo e intenso el lenguaje de la mirada. Lo sabemos todos bien. Y esto quizá es algo que no ha pasado por alto a la investigación artística de Antoni Miró.

En este sentido bien podría desarrollarse todo un código analítico que recogiera las opciones diversas, ejercitadas en el marco de los planteamientos pictóricos que en “Pintar pintura” se actualizan. Es algo tentador, sin duda, pero no es, por supuesto, ni el momento ni el lugar para llevar a cabo tal trabajo hermenéutico. Lo guardaremos en la cartera para otras circunstancias.

Pero si quisiera, al menos, dar paso —aunque sea someramente aquí— a ciertas referencias en esa concreta perspectiva citada.

Y comenzaré haciendo constar que no se trata exactamente de plantear un análisis de “contenidos”. La mirada es, así mucho más que un simple “tema”, en la medida en que se constituye principalmente en un juego de relaciones dentro del marco de cada obra, e incluso nos remite también fuera de ella.

La mirada de los demás expresa siempre un mundo interior: es por tanto, una ventana que se abre hacia nosotros. Y nosotros mismos —como espectadores— nos convertimos en mirada. Pero, a la vez, las miradas de los personajes establecen relaciones definitorias para la composición de los cuadros.

Se trata de descubrir y constatar el “tipo de mirada”, teniendo en cuenta diversos parámetros clasificatorios, tales como su propia expresividad, su establecimiento de relaciones con los objetos, con los personajes, con las citadas referencias pictóricas introducidas en los cuadros.

El no-mirar es, asimismo, hondamente significativo, igual que lo es también el estar de espaldas, el vigilar de reojo o el tener la mirada extraviada en el vacío. Hay miradas que “no ven”. Sin duda es muy diferente el mirar y el ver.

Lo interesante es que, a partir de tales supuestos, se pueden desarrollar, en la pintura misma, facetas expresivas y vitales pero también, y en idéntica medida, cabe dar paso a toda una serie de relaciones formales y compositivas. Puede dar vida, ampliar o reducir el espacio vital de la pintura. Puede generar profundidad cuando cruza la escena representada o penetra hacia un fondo que simplemente adivinamos. Puede abrir la obra hacia el espectador cuando las pupilas del personaje nos persiguen.

Pero, además, la mirada misma se halla cargada de historia. Sin duda cuando él Conde Duque nos contempla, de soslayo, montado en su caballo, su mirada está a años luz de la mirada, de Picasso o de la mueca de Dalí. De esta manera, la poética de la mirada se desarrolla a múltiples niveles, da lugar a diferentes clases de valores estéticos, vitales o históricos. Formas, relaciones y claves compositivas cobran distinta dinamicidad y protagonismo cuando son planteadas desde esta perspectiva que, como hemos ya indicado, va mucho más allá del mero interés iconográfico, para incidir de manera inmediata en los valores plásticos y en el desarrollo mismo del lenguaje artístico.

Las “miradas” de Antoni Miró se convierten, pues, en esta serie de “Pintar-pintura” —al menos a partir de la propuesta de lectura que desde estas líneas brindamos al lector— en la auténtica clave explicativa de sus últimos trabajos, en los que parece realmente obsesionado por subrayar la existencia de toda una serie de diálogos visuales que recorren internamente sus obras para de algún modo poder finalizar, a su vez, sobre el proscenio-marco de la pintura, en espera de que, también nosotros, tomemos parte —y partido— en cada uno de estos “tête a tête”.